

Rotisería Mishiguene nació como refugio y celebración: un lugar donde el sabor se convierte en idioma vivo y el recuerdo se sirve con la delicadeza de una ceremonia íntima.

Hay memorias que no se escriben en papel ni se conservan en fotografías. Habitan en la textura de una masa, en la tibieza del pan recién horneado, en el perfume de una especia que se esparce en el aire y nos devuelve, de pronto, a una mesa donde alguien nos esperaba. En este lugar, la cocina se vuelve ese archivo secreto.
Cada plato nace como una construcción de capas: la memoria de quienes trajeron estas recetas en sus valijas, la adaptación que exigió una nueva tierra y la voz que hoy les damos nosotros, desde nuestra cocina, dice Tomás Kalika.
En esa frase, el chef revela no solo una manera de cocinar, sino una manera de entender el mundo: el plato como texto, como narración, como un puente donde la historia personal y colectiva se funden en un mismo bocado.
Kalika, hijo de una tierra que también aprendió a reinventarse a partir de la mezcla, lleva en su oficio una búsqueda que trasciende la técnica. En su mirada, el sabor es un idioma vivo.
“Si lo dejamos quieto, se congela, pierde fuerza. Por eso buscamos que cada bocado cuente una historia: la de la abuela que amasaba varenikes en un barrio de Europa del Este, y también la del cocinero argentino que los rellena con papas de nuestra tierra y los sirve con crema ácida hecha aquí.” No hay en su gesto una ruptura con el pasado, sino la certeza de que el verdadero homenaje es el diálogo.
Así nació Rotirsería Mishiguene, como un gesto de pertenencia y reinvención. Un espacio donde lo ancestral se encuentra con lo contemporáneo y juntos producen algo inesperado: la sensación de estar en casa aun en la distancia. Tomás lo soñó como un altar íntimo a la memoria judía, pero también como un territorio abierto, capaz de hablarle a cualquier comensal.
Porque la diáspora, en su esencia, no es otra cosa que el movimiento eterno de las raíces: arraigar en tierra nueva sin perder el pulso del origen.

Con el tiempo, ese sueño se convirtió en un refugio para quienes buscan más que un plato de comida. Confirmamos durante nuestra visita que los sabores pueden contener historias, que un aroma puede abrir recuerdos que ni sabíamos que teníamos. Es el lugar donde un simple pedazo de pan, servido al inicio, recuerda que “toda historia judía empieza compartiendo pan”. Y donde un plato resignificado, como el Guefilte Fish, puede pasar de ser un símbolo de austeridad a transformarse en un manifiesto de orgullo.
Kalika lo cuenta con una claridad luminosa: “Durante mucho tiempo fue visto como un plato frío, asociado a la austeridad y a una presentación poco atractiva. Nosotros decidimos resignificarlo. Lo cocinamos al vacío, una técnica contemporánea que permite que el pescado conserve toda su jugosidad y que los ingredientes se integren de una manera más armónica y potente.” El resultado, lejos de desfigurar la tradición, la enaltece: el sabor es más profundo, más noble, y la presentación convierte lo gris en celebración.
La rotisería se volvió así un mapa afectivo. Un espacio donde los espejos, las luces cálidas y los aromas que anticipan al plato crean una atmósfera que no se explica con palabras. “Queremos que el comensal no sólo coma, sino que viaje. Que de pronto se descubra emocionado, porque lo que probó no es solo un plato, sino una memoria que se le despertó sin avisar.”
Esa es la alquimia de Kalika: cocinar con recuerdos, servir emociones en vajilla y convertir cada comida en un regreso.
La propuesta se sostiene en una premisa tan sencilla como poderosa: llevar a la mesa de todos la riqueza de la cocina judía, sin perder la calidad ni la profundidad que la distinguen.
La apertura de la Rotisería Mishiguene fue, en ese sentido, un acto de generosidad. “Queríamos que la gente pudiera llevarse a casa un pedazo de esta historia, que no quedara confinada a una mesa de restaurante”, explica Kalika.

La propuesta se sostiene en una premisa tan sencilla como poderosa: llevar a la mesa de todos la riqueza de la cocina judía, sin perder la calidad ni la profundidad que la distinguen.
La apertura de la Rotisería Mishiguene fue, en ese sentido, un acto de generosidad. “Queríamos que la gente pudiera llevarse a casa un pedazo de esta historia, que no quedara confinada a una mesa de restaurante”, explica Kalika.
El resultado es un local que combina calidez y frescura, donde el mostrador exhibe platos listos para compartir y el horno de piedra, visible, recuerda que la tradición también puede ser espectáculo. En la entrada, una figura fantástica recibe a los visitantes: un Poseidón reimaginado como rabino, con menorá en la mano y cola de pez. Una imagen que condensa la poética de Rotisería Mishiguene: diáspora, misticismo y suerte, todo entrelazado en un gesto lúdico y reverente.
En el menú, su filosofía se traduce en un abanico de sabores que recorren la geografía emocional de la cocina judía. Desde las medialunas y bagels que abren las mañanas hasta los falafels, latkes y hummus en versiones inesperadas, cada plato es una pequeña brújula que señala la confluencia de caminos.
Las ensaladas vibrantes, los panes recién horneados y los principales que viajan de un goulash humeante a una pesca del día con mayonesa de limón en conserva cuentan la misma historia: la de una diáspora que aprendió a habitar nuevas tierras sin perder su idioma más íntimo, el sabor.
La rotisería se convierte, entonces, en un espacio de celebración cotidiana. No hace falta esperar una ocasión especial para acercarse: se puede pasar por un bagel con pastrón y queso gruyere al mediodía, o llevar una lasagna de carne con tahina para la cena familiar en incluso disfrutar de desayunos y meriendas. Lo extraordinario se vuelve parte de lo diario. Y en esa naturalidad está la verdadera innovación de Kalika: convertir la memoria en hábito, en compañía discreta de cada jornada.
”Buscamos que nuestra cocina sea accesible sin perder profundidad. Que pueda estar en la mesa de todos, pero siempre con la dignidad que merece”, resume el chef. En esa síntesis se percibe la esencia del emprendimiento: democratizar la experiencia sin diluir su intensidad. No hay concesiones en la calidad ni en el cuidado estético; lo que cambia es el formato. Lo que en el restaurante era ceremonia, en la rotisería es cercanía.
Así logra algo que parecía imposible: volver contemporánea una tradición milenaria sin desgastarla, y al mismo tiempo llevarla a la escala íntima del día a día.

Cruzar la puerta de Arcos 1521, fue para nosotros una invitación a viajar. Y cada vez que un plato de esa vitrina llega a una mesa hogareña, se enciende el mismo ritual: compartir, recordar, volver a empezar.
Porque este lugar no concluye en la última cucharada ni en el último sorbo de vino. La experiencia se lleva consigo, en la piel, en la voz, en el recuerdo que persiste más allá del salón. Kalika lo intuye y lo celebra: cocinar no es repetir una receta, es sembrar una emoción en quien se sienta a la mesa.
Y así, cuando la puerta se abre y salimos a la calle en Belgrano, algo permaneció encendido. Una llama sutil, casi invisible, que nos recordó que comer puede ser también un acto de fe. Que la memoria, como el fuego, nunca se apaga: solo se transmite. Y que en cada plato de Rotisería Mishiguene late la promesa de volver a casa, incluso cuando todavía estamos de viaje.
Instagram: @rotiseriamishiguene